Arquíloco y Aquiles olvidados

"No se puede la vida del hombre recuperar, ni comprar, una vez pasa la barrera de los dientes"(Aquiles, Ilíada 9,408)
El escudo que arrojé de mal grado en un arbusto,
soberbia pieza, ahora lo blande un tracio;
pero salvé la vida. ¿Qué me importa el escudo?
Otro tan bueno puedo comprarme.
(Arquíloco,traducción Ricardo Sánchez Ortiz)

ARQUERO

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domingo, 22 de junio de 2008

Quinta rotura:LA HISTORIA DEL SENTIDO: rotura en el arte


LA HISTORIA DEL SENTIDO (La posibilidad del arte)

“Así como construyen(los griegos atenienses) el escenario tan angosto como es posible y se vedan todo efecto por medio de fondos profundos como hacen imposible al actor la mímica y el movimiento ligero convirtiéndolo en un espantapájaros solemne y rígido semejante a una máscara, así, han despojado a la pasión misma del fondo profundo y le han impuesto la ley del buen decir, más aún, han hecho todo por contrarrestar el efecto elemental de imágenes que infunden terror y compasión: querían evitar precisamente el terror y la compasión. Obsérvese más de cerca a los poetas trágicos, y se comprobará que lo que más estimulaba su diligencia, capacidad inventiva y rivalidad no era en absoluto el propósito de arrebatar a los espectadores por los afectos. ¡Y el ateniense iba al teatro para oír el buen decir! ¡Y el buen decir era lo que interesaba a Sófocles! -¡Pedóneseme esta herejía!”, (La Gaya ciencia, libro II parágrafo 80, Nietzsche).



¿Es posible que la mímesis pueda “posibilitar”[1] el arte con un algo? Veremos, a lo largo de esta quinta rotura, que lo que ha hecho la mímesis ha sido precisamente eso: posibilitar, polarizando desde su posibilidad ontológica de existir, no con un algo sino con implosiones simbólicas en una invarianza total (pasividad totalmente imprimidora, ausencia de port–à–faux, o desajuste necesario), de los diversos artes. Al final, será cuestión, la imitación, del propio lenguaje: ¿Es el lenguaje una mímesis imprimidora con secuencias uniformes continuas, secuencias que, ellas mismas puedan ser salvajes o fuera de mundo? Y tales secuencias, ¿son ellas mismas uniformadoras en tal salvajería, o son en algún modo, indeterminadas? Estas preguntas podremos volver a hacérnoslas, y rehacerlas.
Un trozo del Filebo de Platón, que sin nombrar la mimesis, nos dice Derrida[2], ilustra su sistema y lo define incluso, sea dicho por anticipado, como sistema de la ilustración. Derrida pone al lado otro texto de Mallarmé, Mimique, que lo comparte y completa. Hay en ellos, cierto número de motivos, a los que señalar con trazos gruesos que, formarían una especie de marco, el cierre, los bordes de una historia que sería justamente la de cierto juego entre literatura y verdad. La historia de esa relación estaría organizada por cierta interpretación de la mimesis. Entre Platón y Mallarmé una historia tuvo lugar. Esa historia fue también una historia de la literatura, si se admite que la literatura nació en ella y murió en ella, habiendo coincidido con su desaparición su acta de nacimiento como tal, la declaración de su nombre, según una lógica que ayudará a definir el himen; si esa historia tiene sentido, está regulada por el valor de verdad y por cierta relación, inscrita en el himen en cuestión, entre literatura y verdad.
Sócrates empieza en ese trozo así: “Y si tiene a alguien con él, que desarrolle en palabras dirigidas a su compañero los pensamientos que no se decía más que a sí mismo, ¿pronunciará en voz alta las mismas aserciones, y lo que llamábamos hace un momento opinión se habrá convertido entonces en discurso?”. Según Sócrates es a sí mismo a quien hace esas reflexiones si está sólo; y compara al alma con un libro, donde la memoria, en su encuentro con las sensaciones, y las reflexiones que provoca ese encuentro, escribe en nuestras almas discursos, y cuando semejante reflexión escribe cosas ciertas, el resultado es para nosotros opinión verdadera y discursos verdaderos; si escribe, ese escritor en nosotros, cosas falsas, entonces el resultado es falso; de ahí se admite que otro artesano está en nosotros: un pintor que viene después del escritor y dibuja en el alma las imágenes que corresponden a las palabras, separando de la visión inmediata o de cualquier otra sensación a las opiniones y discursos de que se acompaña, y así se perciben de alguna manera en sí mismo las imágenes de las cosas así pensadas o formuladas. Y pregunta Sócrates: ¿Son, pues, verdaderas las imágenes de las opiniones y de los discursos verdaderos y falsas las imágenes de las opiniones y los discursos falsos? Si eso es así, la cuestión a examinar ahora sería la del futuro: “Si resulta que semejantes impresiones acompañan necesariamente en nosotros a la representación del presente y del pasado, pero no del futuro”; Protarco responde que la de todos los tiempos, y Sócrates vuelve a preguntar: ¿No dijimos antes que los placeres y dolores provenientes sólo del alma pueden preceder a los placeres y dolores provenientes del cuerpo, de manera que nos sucede experimentar, por lo que se refiere al futuro, placeres y dolores anticipados? ; entonces esas letras y esas imágenes que se producen en nuestras almas, ¿existen respecto al pasado y al presente, pero no respecto al futuro? A la larga, dice Protarco, al contrario; según Sócrates con ese “a la larga” quiere decir que todo eso no es más que esperanzas para el futuro.
En cuanto al texto de Mallarmé, habla ahí de la estética del género, y de que una escena no ilustra más que la idea, no una acción efectiva, en un himen vicioso pero sagrado, entre el deseo y el cumplimiento, la perpetración y su recuerdo: aquí avanzando, rememorando allí, en el futuro, en el pasado, bajo una apariencia falsa de presente. Tal opera el Mimo, cuyo juego se limita a una alusión perpetua sin romper la luna: instala así un medio puro de ficción. Y el silencio en la lectura entre las hojas y la mirada.
Con relación a Platón, podemos considerar su obra como operación mimética, como de un mimo, una gran instalación donde podemos entrar y reflejarnos en la propia cotidianeidad; el trasfondo de tal instalación es el propio ser añadido por el pensamiento, introducido subrepticiamente en todas partes como causa. Al comienzo de la instalación está el error de que la voluntad es algo que produce efectos[3], y donde se podría poner el siguiente cartel anunciador: “nosotros tenemos que haber habitado ya alguna vez en un mundo más alto”. Cuando, como veremos en Richir, las razones por las que “este” mundo, de aquí, ha sido calificado de aparente fundamentan, antes bien, su realidad, –otra especie distinta de realidad es absolutamente indemostrable; y los signos distintivos del “verdadero ser” de las cosas son los signos distintivos de la nada; el hecho de que el artista estime más la apariencia que la realidad no constituye una objeción contra la tesis de la división del mundo entre un mundo “verdadero” y un mundo “aparente”, pues la “apariencia” significa aquí la realidad una vez más, sólo que seleccionada, corregida, reforzada.
El “mundo verdadero”, en sus formas, acabó convirtiéndose en fábula en cuatro fases: la primera es fase arcaica, mundo verdadero asequible al sabio, al piadoso, al virtuoso, él mismo es ese mundo, la vida sirve al pensamiento y al conocimiento; la segunda es fase clásica, mundo verdadero, inasequible por ahora, pero prometido al sabio, al piadoso, al virtuoso, donde el progreso de la idea se vuelve más sutil, más capciosa, más inaprensible; la tercera es fase moderna, donde el mundo verdadero es inasequible, indemostrable, imprometible, pero, ya en cuanto pensado, un consuelo, una obligación, un imperativo, el viejo sol visto desde la niebla y el escepticismo; la cuarta es fase bajo –moderna, donde el mundo verdadero es inalcanzado, desconocido, consolador, obligante positivista. Ahora nos encontramos en un “mundo verdadero”, una Idea que ya no(este ya no, de la propia Idea) sirve para nada, que ya ni siquiera obliga; es una Idea refutada. En Richir, entonces será ocasión de volver al bon sens, buen sentido: se faissant.
Según Derrida, la historia verdadera, la historia del sentido es narrada en el Filebo,(forma clásica). Primero se podría decir que el libro es una dialéctica: la comparación del alma con un libro, modo o instancia del discurso (logos) callado, silencioso, interior: habla regresada. El pensamiento, dianoia, tal como lo definen el Teeteto y el Sofista: “Así, pues, pensamiento y discurso son la misma cosa, salvo que es al diálogo interno y silencioso del alma consigo misma a lo que hemos denominado con ese nombre de pensamiento”, Sofista 263 e; “¿A qué denominas tu con ese nombre (dianoeiszai)? –A un discurso que sostiene el alma a lo largo de sí misma sobre los objetos que examina. Es como hombre que no sabe nada como te lo expongo. Así es, en efecto, como me imagino al alma en su acto de pensar; no se trata de otra cosa para ella que dialogar, dirigirse a sí misma las preguntas y las respuestas, pasando de la afirmación a la negación”, Teeteto, 189 e. Según el Filebo habría primero una doxa, opinión, sentimiento, evaluación espontánea en mí, apariencia, verosimilitud; luego, doxa en voz alta: discurso, logos. Así, el diálogo se ha hecho posible, pero puede suceder que yo no tenga compañero; es a propósito de ese logos deficitario como se impone a Sócrates la “metáfora” del libro. Este no es, así, más una especie del género “diálogo”, porque esa conversación reducida sigue siendo un falso diálogo, equivalente a pérdida de voz, y no habría necesidad de libro. Entonces se busca reconstruir por sustitución la presencia del otro y al mismo tiempo dar satisfacción al órgano de la voz. El libro metafórico tiene, así, todos caracteres que, hasta Mallarmé, se habrán asignado siempre al libro. Libro, pues, como sustituto del diálogo vivo.
Segundo, el libro es decidible: según sea el escritor en nosotros, el libro en el alma puede ser verdadero o falso. No vale más que su peso de verdad.
Tercero, el valor del libro no le es intrínseco. La verdad o la falsedad no sobrevienen más que en el momento en que el escritor transcribe un habla regresada, cuando copia en el libro un discurso que ya ha tenido lugar y que se mantiene en determinada relación de verdad (de semejanza) o de falsedad (desemejanza) con respecto a las cosas. Esa copia ya implica una primera grabación, donde realmente se decidirá entre lo verdadero y lo falso; el libro que copia, reproduce, e imita el discurso vivo, no vale lo que vale ese discurso; con eso la escritura es interpretada como una imitación, un doble de la voz viva y del logos presente. En la República el poeta es juzgado como mimo que no practica la “diégesis simple”, el lugar específico del poeta puede ser juzgado según que apele o no a la forma mimética.
La forma mimética tiene, en Platón, tres focos[4]: a) El doble parricidio: Homero es expulsado de la ciudad, como todo poeta mimético, condenado porque practica la mímesis (la diégesis mímica, no simple); Parménides, el otro padre, es condenado porque ignora la mímesis, su logos prohibía dar cuenta de la proliferación de los dobles (“iconos, ídolos, mimemas, fantasmas”). La necesidad de ese se precisa en Sofista, 241 d-e. b) La doble inscripción de la mímesis; es imposible inmovilizar la mímesis en una clasificación binaria, asignar un solo lugar a la tekne mimetiké en la “división” del Sofista, en el momento en que se busca un método y un paradigma para organizar la caza del sofista. La mimética es a la vez una de las tres formas del “arte de producción”, tekne poietiké y, en la otra rama de la horquilla, una forma o un procedimiento del arte de adquisición, no productivo, no poético, utilizado por el sofista en su caza de los jóvenes ricos. “Brujo e imitador”, el sofista puede “producir” los “mimemas y homónimos” de todos los seres (234 b-235 a); el sofista mima lo poético que sin embargo comporta lo mimético, produce el doble de la producción. Pero, a punto de ser capturado, el sofista escapa aún de ello, mediante la división suplementaria, hacia un punto de fuga, entre dos formas de la mimética (235 d), la eikástica que reproduce fielmente, y la fantástica que simula la eikástica, finge simular fielmente y engaña a la vista en el simulacro (fantasma) que constituye una “parte muy grande de la pintura y de la mimética en su conjunto”. Aporía (236 e) para el cazador filósofo, parado ante la bifurcación, incapaz de seguir acosando a su presa, escapada sin fin para la presa (que es también cazador) que se encontrará al lado de la Mímica de Mallarmé. Ese mimodrama y la doble ciencia a que debe dar lugar no habrán afectado más que a determinada historia cortada de las relaciones entre filosofía y la sofística. c) La mímesis no – culpable. Si se recobra la mímesis “antes” de la “decisión” filosófica, se observa que Platón, lejos de unir el destino de la poesía y del arte a la estructura de la mímesis, descalifica en la mímesis a todo lo que la modernidad pone por delante: la máscara, la desaparición del autor, el simulacro, el anonimato; es la duplicidad interna del mimeiszai que Platón quiere cortar en dos, para resolver entre la buena mímesis, la que reproduce fielmente y en la verdad, pero se deja ya amenazar por el simple hecho en ella de la duplicación, y la mala, que hay que contener como la locura y el mal juego.
Tenemos así una maquinaria lógica de la mímesis: primero produce el doble de la cosa; si el doble es fiel y perfectamente parecido, ninguna diferencia cualitativa le separa del modelo. Eso tiene tres consecuencias: a) El imitante, el doble, no es nada por sí mismo; b) No valiendo el imitante, el doble, más que por su modelo, es bueno cuando el modelo es bueno, malo cuando el modelo es malo. c) Si la mímesis no vale nada y no es nada por sí misma, es en sí negativa, un mal, imitar es un mal en sí y no sólo cuando se trata de imitar al mal. Segundo, según Derrida, el imitante es algo, puesto que hay mímesis y mimemas; ese no – ser “existe” de alguna manera (Sofista); por lo tanto, a) añadiéndose al modelo el imitante, viene como suplemento y deja de ser una nada y un no – valor; b) añadiéndose al modelo que “es”, el imitante no es el mismo y no es nunca absolutamente parecido (Cratilo). Ni absolutamente verdadero; c) suplemento del modelo, le es inferior en su esencia en el momento mismo que puede reemplazarle y resultar así “primado”.
Ese esquema es una especie programa de prototipos de todas las proposiciones inscritas en el discurso de Platón y en los de la tradición.
Toda la historia de la interpretación y de las artes literales se ha desplazado, transformado, en el interior de las diversas posibilidades lógicas abiertas por el concepto de mímesis.
El logos, él mismo imitado por la escritura, no vale más que como verdad; es a ese título como le interroga Platón.
El elemento del libro así caracterizado es la imagen en general (icono o fantasma), lo imaginario o imaginal. Si Sócrates puede comparar con un libro a la relación silenciosa del alma consigo misma, en el “soliloquio mudo”, mímica, es que el libro imita al alma o el alma imita al libro, que uno es la imitación semejante de la otra (“imagen” tiene la misma raíz que “imitari”). Ambos semejantes de esencia reproductiva, imitativa, pictórica, en el sentido representativo de la palabra. El logos debe, en efecto, regularse sobre el modelo del eidos, el libro reproduce el logos y todo se origina según esa relación de repetición, de semejanza, de doblamiento, de duplicación, por esa especie de brillo y de proceso especular en que las cosas, onta, el habla y la escritura vienen a reflejarse unas en otras.
En el Cratilo la nominación excluía la mímesis, la forma de la palabra no podía parecerse, como en el mimo, a la forma de la cosa (423 a ss.); pero Sócrates no por ello deja de mantener que otra semejanza, no sensible, debía hacer del nombre justo una imagen de la cosa en su “verdad” (439 a ss.). Y esa tesis no se la lleva a las idas y venidas irónicas del Cratilo. La prioridad del ser, en su verdad, sobre el lenguaje, como la de un modelo, como la de su icono, tiene la firmeza de una certeza absoluta. Para saber si la copia es buena se debe partir de la imagen, naturalismo de la imagen, pero una imagen que, implícitamente puede ser idea, las ideas.
Cuando Sócrates dice en el Filebo: “Un pintor que viene del escritor, y dibuja en el alma las imágenes correspondientes a las palabras”, pintura y escritura no pueden ser imágenes la una de la otra más que en la medida en que una y otra son interpretadas como imágenes, reproducciones, representaciones, repeticiones de lo vivo, del habla viva en un caso, de la figura animal en el otro(zôgrafia). Y ahí está la clave implícita de la instalación intelectual de Platón. El pintor dibuja en el alma las imágenes que corresponden a las palabras; la pintura que forma las imágenes es el retrato del discurso; vale lo que vale el discurso que cuaja y se escarcha en su superficie. No vale tampoco, por consiguiente, más que lo que vale el logos capaz de interpretarla, de leerla, de decir lo que ella quiere decir y que en verdad le hace decir, reanimándola, para hacerle hablar.
Pero la pintura, adorno degenerado del pensamiento discursivo, ornamento de la dianoia y del logos, representa también un papel aparentemente inverso. Actúa como el revelador puro de la esencia de un pensamiento y de un discurso definidos como imágenes, representaciones, repeticiones. Si el logos es en primer lugar imagen fiel al eidos del ser, actúa como una pintura primera, profunda e invisible. Entonces la pintura en el sentido corriente, la pintura del pintor, no es más que una pintura de pintura. Así es como puede revelar la pictoricidad esencial del logos, su representatividad. Tal es la tarea que Sócrates asigna al zôgrafon – demiurgon del Filebo. ¿Cómo actúa?, pregunta Protarco. Sócrates: cuando separando de la visión inmediata o de cualquier otra sensación a las opiniones y discursos de que se acompañaba, se ven de algún modo en sí mismo las imágenes de las cosas así pensadas y formuladas. El pintor que trabaja después del escritor, siguiéndole, el artesano que sigue al artista, puede, mediante un ejercicio de análisis, de separación y de empobrecimiento, purificar la esencia pictórica, imitativa e imaginal del pensamiento. El pintor sabe entonces restaurar la imagen desnuda de la cosa, tal como se entrega a la simple intuición, tal como se deja ver, en su eidos inteligible.
En la escritura psíquica, la zôgrafia y el logos (o la dianoia) tienen entre sí esta extraña relación: uno es siempre suplemento del otro. En la primera parte de la escena, el pensamiento que fijaba directamente la esencia de las cosas no tenía esencialmente necesidad de ese adorno ilustrativo que eran la escritura y la pintura. El pensamiento del alma no estaba íntimamente unido más que al logos (y a la voz proferida o retenida). Algo más adelante, a la inversa, la pintura, en su metáfora de pintura psíquica nos da la imagen de la cosa misma, nos entrega su intuición, la visión directa, libre del discurso que le acompaña, y aún le estorbaba. Se trata siempre de la pintura y de la escritura; fuera de esta metáfora, Platón niega siempre la intuición de la cosa misma a la escritura y a la pintura en el sentido “propio”, puesto que no tratan más que de copias y copias de copias.
Discurso e inscripción (escritura – pintura) están mantenidos juntos por el tejido de todas las complicidades siguientes: 1. Ambos son medidos por la verdad de que son capaces. 2. Son imágenes el uno del otro y por eso se pueden suplir mutuamente cuando falta uno. 3. Su estructura común les hace participar de la mneme y de la mímesis; la relación del reproductor con lo reproducido, es siempre relación con un presente pasado. Lo imitado es antes que lo imitante. Problema del tiempo que no deja de plantearse: Sócrates se pregunta si no está excluido el que los grámmata y los zôgrafémata tengan relación en el futuro. Lo que es difícil de pensar es que un imitado aparezca después que su imitante, que la imagen preceda al modelo, y el doble al simple. Las aberturas de la “esperanza” (elpis), la anamnesis (el futuro como presente pasado por volver), el prefacio, el futuro anterior vienen a arreglar las cosas.
Aquí es donde el valor de mímesis se deja dominar más fácilmente. Cierto movimiento se produce en el texto platónico, que no hay que apresurarse a considerar contradictorio. Por una parte es difícil separar la mneme de la mímesis, pero por otra, si Platón descalifica a menudo a la mímesis y casi siempre a las artes miméticas, no separa nunca el desvelamiento de la verdad, la aletheia del movimiento de la anamnesis(distinguida de la hipomnesis). Se anuncia una división interior de la mímesis, una autoduplicación de la propia repetición; infinitamente, puesto que ese movimiento mantiene su propia proliferación. Quizás haya más de una sola mímesis; y quizás sea en el extraño espejo que refleja, pero también desplaza y deforma a una mímesis en otra, como si su destino fuese el enmascararse a sí misma, donde se aloja la historia –de la literatura –como la totalidad de su interpretación. Todo tendría lugar en las paradojas del doble suplementario: de lo que añadiéndose a lo simple y al uno, los reemplaza y le imita, a la vez semejante y diferente, diferente porque semejante, el mismo y distinto de lo que dobla. ¿Qué es lo que se mantiene y se decide en la ontología o en la dialéctica a través de todas las mutaciones o revoluciones que han implicado? Es justamente lo ontológico: la posibilidad presunta de un discurso sobre lo que es, de un logos que decide de o sobre el on (ser – presente). Lo que es, el ser – presente(forma matricial de la sustancia, de la realidad, de las oposiciones entre la forma y la materia, la esencia y la existencia, la objetividad y la subjetividad, etc.), se distingue de la apariencia, de la imagen del fenómeno, etc., es decir, de lo que, presentándole como ser – presente, le dobla, le re – presenta y a partir de ello le reemplaza y le des- presenta.
La mímesis, en la historia de su interpretación se ordena siempre al proceso de la verdad: 1. O bien significa, antes incluso de poder ser traducida por imitación, la presentación de la cosa misma, de la naturaleza, de la phisis que se produce, se engendra y, (se) aparece tal como es, en la presencia de su imagen, de su aspecto visible, en su rostro: la máscara teatral en tanto que referencia esencial del mimeszai, revela tanto como oculta. Es movimiento natural mediante el cual la phisis, no teniendo ni otro ni exterior, debe desdoblarse para aparecer, aparecer(se), producir(se), desvelar(se), para brillar en su aletheia. En este sentido mneme y mímesis van a la par, pues mneme es también desvalamiento, no – olvido, aletheia. Para Gadamer esto significa en la mímesis antigua un sentido cognitivo[5]: “lo representado está ahí, esta es la relación mímica original. El que imita algo, hace que aparezca lo que él conoce y tal como lo conoce”. En realidad es un ponerse en acción a sí mismo; no se trata de ocultar algo simplemente, para adivinar algo detrás de ello, sino de representar de manera que sólo haya lo representado; si se trata de adivinar algo, es qué es esa representación, por lo tanto el sentido de la mímesis es el reconocimiento, conocimiento de la esencia a través de una copia, tal como Aristóteles expuso en la Poética, con base en la identidad y la identificación. 2. O bien mímesis establece una relación de homoiosis o de adequatio entre dos términos: imitación por semejanza. Las dos caras se separan frente a frente, lo imitante y lo imitado, no siendo éste otro que la cosa misma, su presencia en manifestación. La buena imitación será la imitación verdadera, fiel, semejante o verosímil, conforme, adecuada a la phisis, esencia o vida natural, de lo imitado; desaparece de sí misma restituyendo libremente y, por lo tanto, de manera viva la libertad de la presencia verdadera.
Cada vez la mímesis debe seguir el proceso de la verdad. Es en nombre de la verdad, su única referencia, como es juzgada; el rasgo invariante de esta referencia dibuja la cerca de la metafísica.

[1] Las comillas van a ser comillas “fenomenológicas”, descargando a la palabra de lo ontológico y metafísico.
[2] En “La diseminación”, Jacques Derrida, DDIS, págs. 265-340.
[3] Este es un lugar común en el pensamiento griego que comparten tanto Platón como Aristóteles, aunque podamos considerar el análisis de Platón como en un polo estético y a Aristóteles partidario de un polo artístico en líneas generales, es decir que el segundo vería la obra de arte desde el artefacto y el primero desde la obra recibida, de ahí que Platón expulse los poetas de la ciudad ideal, al considerar que producen un efecto imán o de anillo(arrebato que llega a los espectadores irremediablemente, ver Ión y libro X de la República), y Aristóteles analice en su Poética la producción del poeta y sea partidario, en la Política de una educación en la música y las artes técnicas.
[4] DDIS págs.280-281.
[5] Ver “Verdad y método” p.157-162, ed, Sígueme, Salamanca.

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